Cuando le
conocí, ya era un héroe cansado.
Disfrutaba trapicheando con viejas fotografías, e inventaba historias y
negocios que le entretenían y le permitían pagar su retiro en Alhendín, en una
casa que podía ser un estudio, o un estudio que podía ser una casa. Su hogar, al fin y al cabo. Por entonces, tenía cuarenta y tantos años y
un montón de caprichos. Estaba harto y
decepcionado del fotoperiodismo. Era
curioso, hacía muchos años que no se dedicaba a eso, y aún sacaba el tema. Tenía una hija guapa y artista que había
trabajado en mi entorno, y un hijo al que él conocería años más tarde.
Lo suyo no era
un ejemplo familiar a seguir, pero pocas veces conocí a alguien tan fiel a sus
amigos. Presumía de novias y amantes, y
se compraba extraordinarios aparatos para hacer ejercicio sin salir de
casa. No era fácil verle fuera de ese
entorno. Se había cansado de trotar
cámara en mano, y por fín gozaba de la comodidad del estudio. Su casa siempre estaba abierta al visitante,
porque Mani (como le llamaba su entorno más cercano) luchaba incansable contra
la soledad. Y si pasabas una tarde por
allí, sólo tenía una exigencia: “tráeme chocolate, del bueno, del que se come”. Si lo hacías, ya tenías la tarde echada. Buena música, proyectos hasta hartarnos,
vídeos nuevos, innumerables pruebas con su hija Lara, cotilleos, anécdotas,
charlas interminables, a veces magistrales, otras ligeras, pero siempre de gran
interés y muy divertidas. Era capaz de
invitarte a vivir allí después de una buena conversación. Eso le trajo problemas, claro. Y no fueron pocas las veces que tuvo que
echar a algún buitre de su casa, gente incapaz de entender la palabra amistad y
el compromiso; niñatos que iban de artistas, incapaces de escuchar, y que no
tenían nada que aportar a Manuel, al Arte, al mundo, a la vida. Había que ser muy imbécil para ganarse la
desconfianza y el desplante de ese tipo.
Pero alguna vez le ví con su calma habitual, hablando casi en un
susurro, mirando a los ojos mientras roía algún fruto seco (siempre andaba con
ellos), y soltando un convincente “te propongo algo: haz la maleta, coge tus
cosas, deja las mías, y vete a tomar por culo”.
Lo cierto es
que Mani Bello era sincero hasta el dolor.
“Vino la otra tarde un chaval para mostrarme sus fotos”, me contó una
vez, “quería mi opinión y se la dí”. Yo
eché un trago al refresco que tenía sobre la mesa, mientras escuchaba el relato
y miraba una pantalla donde salía el reportaje de los Rollings que me había
puesto. “¿Se la diste?”, pregunté. “Sí.
Le dije que eran una mierda.”, contestó.
Y enseguida añadió: “No sé por qué se fue ofendido. Empezó a justificarme sus fotos, y le
interrumpí diciéndole que eran incorrectas.
Y que iba mal si tenía que justificar él mismo su trabajo. Y le eché de
casa”. Yo seguía mirando la pantalla,
con media sonrisa que me convertía en cómplice.
“Hombre, eso no le gusta a nadie que se lo digan, Mani, y menos así”. Me explicó que en su casa decía lo que le
daba la gana, y que era cierto, que esas fotos eran incorrectas. “Mira Cristian, yo nunca entro en opiniones
cuando un joven me visita para mostrarme algo.
Esto es una cuestión de gustos, como todo. Pero en ese caso exijo que sean consecuentes
y correctos, y ese niño no era una cosa ni otra. Quería que le alabara gratuitamente, y huía
de la mala crítica, por lo que no era consecuente. Y sus fotos se pasaban por alto todas las
normas esenciales de la fotografía. Si
vas a pintar un cuadro, y necesitas el color blanco, no vale dejar el blanco
del lienzo, hay que pintar encima. A eso
me refiero”. Y es que, esencialmente,
Manuel Bello era eso, un fotógrafo sincero.
Tenía un gusto
cinematográfico exquisito. Pero si le
hablabas de Bergman, él se mostraba más cercano a Tarkovski. Y mencionaba a Bresson o Fellini como si
fueran de la casa. Lo cierto es que Mani
tenía buen gusto para casi todo.
Manuel Bello
se movía lentamente. Era como uno de
esos mafiosos de Scorsese, del que decía el narrador que caminaba despacio
porque no tenía que correr por nadie. A
Mani tampoco le apetecía correr nunca.
Se movía despacio, hablaba despacio, en voz baja, sin alterarse en
absoluto, con una veteranía que tiraba de espaldas. Y si tenías confianza con él, podías sacarle
muy pronto esa risa de niño pequeño. Tan
sólo entonces se le delataban de forma clara las arrugas alrededor de los
ojos. Tenía un rostro muy terso y
joven. En verdad, siempre me pareció
mucho más joven de lo que era.
Tenía
secretos inconfesables del rey, y un amigo común con el bueno de Víctor Erice,
otro de sus cineastas bien admirados. Y
si buscabas con atención en revistas especializadas europeas, podías toparte
con su nombre a pie de una buena fotografía, casi siempre acompañada de un
digno comentario de otro fotógrafo admirador.
De entre todas las que conozco, mi favorita es “Manuel Bello fotografía
como si siempre tuviera lágrimas en los ojos”.
Me
pasé un año sin verle. El año de su
enfermedad. El año en que supo que se
iba a morir un poco antes de lo previsto.
Antes de la deseada jubilación, antes de terminar unos videos estupendos
que no hablaban de nada pero decían mucho, antes de dar unos pocos consejos más
a su hijo, antes de mirar al horizonte con la mirada perdida y la cara
arrugada. Un año sin verle, y sin tener
ni idea de la situación. Ni una maldita
llamada. Porque he andado muy liado con
demasiadas cosas menos importantes.
Porque los días pasan rápido, y a veces uno no encuentra el
momento. Porque no fui capaz de coger
una tarde el coche, como quería, y presentarme sin dar explicaciones a
escucharle hablar, con una tableta de chocolate en el bolsillo, y una sonrisa
en la boca. Porque a veces, en este
mundo de prisas y mierdas, no sabemos detenernos a disfrutar de lo que más nos
gusta. Y no me lo perdonaré. Porque ya me pasó otra vez, y esa otra vez
también fue muy injusto. No me perdonaré
no saber ya nunca si habría sido útil, si habría podido hacer algo, si con
escuchar un poco más era suficiente. Me
ha dejado en el tintero una película que íbamos a hacer juntos, y me entristece
no poder discutir más ese tema. Y me
cabrea no poder discutir más, en su magnífico entorno, si los jóvenes son más
gilipollas que antes, si es inmoral contar un secreto, si las tetas de la Cardinale eran mejores
que las de la Loren ,
si Iván Zulueta fue genial por la heroína, si a pesar de todo lo digital está
bien, o si iba a venir ya de una vez a ver un espectáculo nuestro o me iba a
dejar de nuevo las entradas reservadas sin recoger.
Me
cabrea también no tener más excusas para pisar esa casa-estudio, y me cabrea
tener que borrar su número de mi móvil.
Pero a pesar de todo, me alegro.
Porque desde luego mereció la pena, y mucho, conocer a Manuel Bello y
saber que aún puedo llamarle Mani.