miércoles, 30 de enero de 2013

El fotógrafo sincero. (Artículo de 2009)


Cuando le conocí, ya era un héroe cansado.  Disfrutaba trapicheando con viejas fotografías, e inventaba historias y negocios que le entretenían y le permitían pagar su retiro en Alhendín, en una casa que podía ser un estudio, o un estudio que podía ser una casa.  Su hogar, al fin y al cabo.  Por entonces, tenía cuarenta y tantos años y un montón de caprichos.  Estaba harto y decepcionado del fotoperiodismo.  Era curioso, hacía muchos años que no se dedicaba a eso, y aún sacaba el tema.  Tenía una hija guapa y artista que había trabajado en mi entorno, y un hijo al que él conocería años más tarde. 
Lo suyo no era un ejemplo familiar a seguir, pero pocas veces conocí a alguien tan fiel a sus amigos.  Presumía de novias y amantes, y se compraba extraordinarios aparatos para hacer ejercicio sin salir de casa.  No era fácil verle fuera de ese entorno.  Se había cansado de trotar cámara en mano, y por fín gozaba de la comodidad del estudio.  Su casa siempre estaba abierta al visitante, porque Mani (como le llamaba su entorno más cercano) luchaba incansable contra la soledad.  Y si pasabas una tarde por allí, sólo tenía una exigencia: “tráeme chocolate, del bueno, del que se come”.  Si lo hacías, ya tenías la tarde echada.  Buena música, proyectos hasta hartarnos, vídeos nuevos, innumerables pruebas con su hija Lara, cotilleos, anécdotas, charlas interminables, a veces magistrales, otras ligeras, pero siempre de gran interés y muy divertidas.  Era capaz de invitarte a vivir allí después de una buena conversación.  Eso le trajo problemas, claro.  Y no fueron pocas las veces que tuvo que echar a algún buitre de su casa, gente incapaz de entender la palabra amistad y el compromiso; niñatos que iban de artistas, incapaces de escuchar, y que no tenían nada que aportar a Manuel, al Arte, al mundo, a la vida.  Había que ser muy imbécil para ganarse la desconfianza y el desplante de ese tipo.  Pero alguna vez le ví con su calma habitual, hablando casi en un susurro, mirando a los ojos mientras roía algún fruto seco (siempre andaba con ellos), y soltando un convincente “te propongo algo: haz la maleta, coge tus cosas, deja las mías, y vete a tomar por culo”. 
Lo cierto es que Mani Bello era sincero hasta el dolor.  “Vino la otra tarde un chaval para mostrarme sus fotos”, me contó una vez, “quería mi opinión y se la dí”.  Yo eché un trago al refresco que tenía sobre la mesa, mientras escuchaba el relato y miraba una pantalla donde salía el reportaje de los Rollings que me había puesto.  “¿Se la diste?”, pregunté.  “Sí.  Le dije que eran una mierda.”, contestó.  Y enseguida añadió: “No sé por qué se fue ofendido.  Empezó a justificarme sus fotos, y le interrumpí diciéndole que eran incorrectas.  Y que iba mal si tenía que justificar él mismo su trabajo. Y le eché de casa”.  Yo seguía mirando la pantalla, con media sonrisa que me convertía en cómplice.  “Hombre, eso no le gusta a nadie que se lo digan, Mani, y menos así”.  Me explicó que en su casa decía lo que le daba la gana, y que era cierto, que esas fotos eran incorrectas.  “Mira Cristian, yo nunca entro en opiniones cuando un joven me visita para mostrarme algo.  Esto es una cuestión de gustos, como todo.  Pero en ese caso exijo que sean consecuentes y correctos, y ese niño no era una cosa ni otra.  Quería que le alabara gratuitamente, y huía de la mala crítica, por lo que no era consecuente.  Y sus fotos se pasaban por alto todas las normas esenciales de la fotografía.  Si vas a pintar un cuadro, y necesitas el color blanco, no vale dejar el blanco del lienzo, hay que pintar encima.  A eso me refiero”.  Y es que, esencialmente, Manuel Bello era eso, un fotógrafo sincero.
Tenía un gusto cinematográfico exquisito.  Pero si le hablabas de Bergman, él se mostraba más cercano a Tarkovski.  Y mencionaba a Bresson o Fellini como si fueran de la casa.  Lo cierto es que Mani tenía buen gusto para casi todo.
Manuel Bello se movía lentamente.  Era como uno de esos mafiosos de Scorsese, del que decía el narrador que caminaba despacio porque no tenía que correr por nadie.  A Mani tampoco le apetecía correr nunca.  Se movía despacio, hablaba despacio, en voz baja, sin alterarse en absoluto, con una veteranía que tiraba de espaldas.  Y si tenías confianza con él, podías sacarle muy pronto esa risa de niño pequeño.  Tan sólo entonces se le delataban de forma clara las arrugas alrededor de los ojos.  Tenía un rostro muy terso y joven.  En verdad, siempre me pareció mucho más joven de lo que era.
            Tenía secretos inconfesables del rey, y un amigo común con el bueno de Víctor Erice, otro de sus cineastas bien admirados.  Y si buscabas con atención en revistas especializadas europeas, podías toparte con su nombre a pie de una buena fotografía, casi siempre acompañada de un digno comentario de otro fotógrafo admirador.  De entre todas las que conozco, mi favorita es “Manuel Bello fotografía como si siempre tuviera lágrimas en los ojos”.
            Me pasé un año sin verle.  El año de su enfermedad.  El año en que supo que se iba a morir un poco antes de lo previsto.  Antes de la deseada jubilación, antes de terminar unos videos estupendos que no hablaban de nada pero decían mucho, antes de dar unos pocos consejos más a su hijo, antes de mirar al horizonte con la mirada perdida y la cara arrugada.  Un año sin verle, y sin tener ni idea de la situación.  Ni una maldita llamada.  Porque he andado muy liado con demasiadas cosas menos importantes.  Porque los días pasan rápido, y a veces uno no encuentra el momento.  Porque no fui capaz de coger una tarde el coche, como quería, y presentarme sin dar explicaciones a escucharle hablar, con una tableta de chocolate en el bolsillo, y una sonrisa en la boca.  Porque a veces, en este mundo de prisas y mierdas, no sabemos detenernos a disfrutar de lo que más nos gusta.  Y no me lo perdonaré.  Porque ya me pasó otra vez, y esa otra vez también fue muy injusto.  No me perdonaré no saber ya nunca si habría sido útil, si habría podido hacer algo, si con escuchar un poco más era suficiente.  Me ha dejado en el tintero una película que íbamos a hacer juntos, y me entristece no poder discutir más ese tema.  Y me cabrea no poder discutir más, en su magnífico entorno, si los jóvenes son más gilipollas que antes, si es inmoral contar un secreto, si las tetas de la Cardinale eran mejores que las de la Loren, si Iván Zulueta fue genial por la heroína, si a pesar de todo lo digital está bien, o si iba a venir ya de una vez a ver un espectáculo nuestro o me iba a dejar de nuevo las entradas reservadas sin recoger.
            Me cabrea también no tener más excusas para pisar esa casa-estudio, y me cabrea tener que borrar su número de mi móvil.  Pero a pesar de todo, me alegro.  Porque desde luego mereció la pena, y mucho, conocer a Manuel Bello y saber que aún puedo llamarle Mani.


lunes, 14 de enero de 2013

Ideas de bombero.


Tengo un hermano.  Bueno, tengo dos hermanos y hasta tres.  Y soy hijo único.  Soy hijo único porque la naturaleza, por un lado; y la burocracia, por otro, impidieron que tuviera más hermanos.  Pero siendo hijo único, tengo tres hermanos.  Y uno de ellos vive lejos.  Aunque el concepto de “lejos” es dudoso, circunstancial, no muy acertado.  Pero vive a tres mil quinientos kilómetros de donde yo vivo en la actualidad, y eso impide que nos veamos tanto como queremos.  Sin embargo la distancia más importante, la emocional, es inexistente.  David, que es como se llama este hermano, vive con su esposa en el sur de Suecia, que es un lugar que amo, y ya amaba antes de haberlo pisado nunca.  Allí, ahora, lleva una vida plácida, plena dentro de la imposibilidad humana por encontrar esa plenitud, completa, relativamente cómoda, satisfactoria.  No siempre fue así.  En ocho años como inmigrante en un país elitista y puntero como es ese, David sufrió de lo lindo.  Las pasó putas, vaya.  Y eso que tuvo algo de suerte. 
Ahora la familia, su familia y parte de la mía, esa gente que te toca pero no eliges, se muestra con él muy orgullosa y contenta.  Hablan sobre él hinchando el pecho, desgastando su nombre como el de un héroe.  Se jactan del triunfo como si fuera propio, y añaden el clásico “yo sabía...” como si de verdad lo hubieran sabido.  Como si de verdad siempre lo hubieran defendido a él y su causa.  “Si es que David le echa cojones...”, “yo ya sabía que David conseguiría...”, “porque David y yo...”, y otras frases similares se construyen ahora muy fácilmente entorno a su figura. 
Pues bien, a todos ellos me gustaría decirles una cosita.  Me gustaría dejar constancia aquí de cuál es mi opinión al respecto.  Yo que los he tratado directamente, y que traté a David como lo que es, un hermano, me gustaría decirles un par de cosas a esos individuos que tanto hablan ahora, a posteriori.  A todos ellos les digo: iros a tomar mucho por el culo, cabrones. Porque ahora, con el éxito en las manos es muy fácil hablar.  El éxito ajeno, claro, porque ellos nunca han tenido el suyo propio.  De ahí viene todo, naturalmente.  Están tan frustrados, tan hastiados, y tan podridos por dentro, que no pueden mirar nada más que fuera, porque mirar dentro duele demasiado.
David ahora es bombero.  Con eso ha cumplido uno de sus sueños más viejos.  Tiene el trabajo que quiere, que le llena.  Se mueve, ve cosas, mundo, vida.  Ha acumulado experiencia y saber estar ante las cosas importantes.  Se ha hecho un hombre íntegro a base de elegir siempre el camino más largo y difícil.  Además, vive con una preciosa mujer en una preciosa casa con tres preciosas gatitas.  Todo se lo ha ganado a pulso, gota tras gota, lágrima tras lágrima.  Nadie, nunca, le regaló nada.  Y los que estábamos ahí, los poquísimos que siempre estuvimos ahí, los que compartimos alegrías y penas, y no sólo copas los fines de semana; los que le prestamos el hombro para apoyarse, los que le escuchamos, aunque no siempre comprendimos; los que le apoyamos siempre, ocurriera lo que ocurriera, por encima de caprichos personales, por encima de deseos; los que supimos a qué sabía su dolor, sí sabíamos que lo conseguiría.  Ahora es muy fácil hablar, pero en todo este trayecto David salió criticado hasta la saciedad.  No lo comprendieron ni quisieron comprenderle.  No le escucharon.  Incluso me atrevo a decir que muchos de ellos ni siquiera le quisieron de verdad.
En este tiempo, David ha aguantado la larga lista de humillaciones habitual en estos casos donde la gente es incapaz de mirarse el ombligo, donde sólo es capaz de disimular sus propias frustraciones hablando de frustraciones ajenas.  A veces, incluso, hablaban de lo que ellos consideraban que debía frustrar a los demás, aunque no fuera así.  Este tipo de gente nunca ha respetado nada.  No comprenden que cada uno es cada cual, que cada uno debe buscarse la vida como pueda y quiera, y que todo el mundo tiene derecho a hacer lo que le salga de los cojones, siempre que no moleste a los demás.  Eso es lo que hizo David yéndose a vivir a Suecia, o antes en España: vivir como creía que debía hacerlo, según sus principios y posibilidades, su convicción y su dinero, su sentimiento y sus creencias, su honor y su orgullo.  David, simplemente, vivió como le salió de los huevos.  ¿Acaso debía darle explicaciones a alguien?  Nunca molestó a nadie, nunca perjudicó a nadie a sabiendas, nunca hizo daño adrede.  ¿A quién coño le importaba, por tanto, qué hacía él con su vida, decidiendo una cosa u otra?  ¿Cada persona debe hacer lo que creen los demás?  ¿Acaso no debe seguir sus propios principios?  Todo el mundo le censuró.  Hasta el asunto más nimio.  Desde ponerse un pendiente a hacerse un tatuaje; desde trabajar en una empresa que a ellos no les gustaba, hasta salir con la chica que a ellos no les caía bien.  Desde irse a vivir a Suecia, hasta comprarse una casa.  Desde hacer unas interminables oposiciones, hasta aprobarlas.  Parece que todo les sentaba mal. Mi deducción siempre fue simple y rotunda: le tienen envidia.  Envidia por la autoridad que siempre demostró, envidia por su indiscutible valor.  Envidia porque nunca quiso depender de nadie, por su fuerza física, por su atractivo.  Y ahora envidia por su estatus. 
Durante mucho tiempo esa gente se frotó las manos deseando que David volviera con la cabeza abajo y el rabo entre las piernas.  Deseando de decir “si ya sabía yo que eso era una locura, que no podía salir bien”.  Los mismos, claro, que ahora dicen lo contrario.  David, por muchísimas razones, y por una en particular, nunca volvió con el rabo entre las piernas.  Pero si alguna vez lo hubiera hecho, ¿qué diantres habría pasado? Acaso, ¿habría dejado de soñar, de sentir, de amar?  Cuando uno se va y vuelve, ¿ha dejado de vivir? ¿Dónde está esa frontera a la que se refieren? ¿Qué se supone que debe ocurrir en ese tránsito? ¿No puede alguien irse donde le plazca, volver, y marcharse de nuevo? ¿Y por qué el concepto tan estricto de “volver”? Quizás el problema no es que uno se “vaya”, sino que los demás no se mueven. ¿Es que hay que seguir un convencionalismo concreto para contentar a todos?  Y en cualquier caso, ¿estarían todos contentos, satisfechos, si fuera así?  Sólo plantearlo me parece absurdo.  Que cada uno viva como pueda y quiera.  Qué fácil es hablar del que le echa cojones a la vida, y se pasa por el escroto las opiniones ajenas, haciendo lo que quiere, que con frecuencia es justo lo contrario a lo que se supone que debes hacer.  ¿Y quién dice que todos deben hacer lo que creemos que se debe hacer?  En cualquier caso, todos los que criticaron este asunto del que hablo, mirarán atrás cuando sean viejos y se preguntarán qué carajo ha ocurrido con su vida.  Si eso llego a verlo yo algún día, voto a cristo que mi descojone va a ser masivo.  Pienso reírme en la cara de cada uno de ellos, por gilipollas.
Porque quizás lo que pretendían que hiciera David, o cualquiera, es que se casara con veintitres años, tuviera hijos con veinticinco, pagara coche e hipoteca hasta los sesenta, se amargara día tras día en un trabajo odiado, aguantara a una pareja que nunca comprendió, viera el fútbol los fines de semana con amigos que no son amigos, y soportara las tonterías de la familia con discutible dignidad.  Exactamente lo que ellos están haciendo.

Ajuste de cuentas.


Hay cosas que se deben decir.  Ese es el principio que sigo a la hora de afrontar este espacio donde voy a ir incluyendo distintos textos, que no son sino ideas que siempre estuvieron ahí, en mi cabeza, fruto de mis sueños y de mis frustraciones.  Hay cosas que no se deben callar, y de las que deben quedar constancia.  Palabras que deben permanecer, no para dar una falsa sensación de importancia ni grandilocuencia, no para parecer más interesante ni porque crea que mi verdad es más verdad que otra. 

Como escritor, cada proyecto que asumo tiene una finalidad, o varias.  Muchos de ellos se quisieron afrontar después con otros formatos, como el cine, el teatro o la ópera; los hay que intentaron instruir; otros, sencillamente, quisieron compartir aficiones, gustos, aprendizajes; algunos sólo quisieron plasmar un sentimiento, una sensación; pero los que ahora me conciernen quizás no cumplan ninguno de esos objetivos.  Quizás, siquiera, no conciernan a nadie más.  Son palabras que quiero dejar ahí, por si alguien, alguna vez, quiere leerlas, compartirlas. 

Pero es falso eso que algunos escritores dicen sobre las palabras que nadie lee.  Esos escritos que se hacen sin la pretensión de que nadie los lea.  Todo el mundo escribe para alguien, siempre.  Yo también, claro.  Y con estos textos no pretendo caer mejor ni peor, no pretendo ganarme la amistad de nadie, ni la compasión, ni el perdón.  No pretendo dejar una imagen distinta a la que haya dejado con otros trabajos.  Si cree que es así, por favor, deje de leer.

Aclarado todo esto, por otra parte algo innecesario, concluyo este breve prólogo.